Pasé hace poco por Arequipa y encontré a Juan Carlos Zeballos. Estaba sumido en un trabajo cuerpo a cuerpo con más de veinte pinturas, todas ellas abstractas, que pronto presentaría en una exposición en los Estados Unidos. A Juan Carlos lo conocí hace un par de años, cuando asumí un trabajo que me llevó a investigar la pintura en el sur del Perú y en Arequipa. Zeballos es parte de una generación de artistas nacidos a fines de la década de 1970, que llegaría a formar un grupo compacto de jóvenes artistas cuya pintura suele oscilar entre un afán emotivo y otro de crítica al estatu quo. Lo de Juan Carlos, va más por la primera vía: expresiva, gestual y colorista.

A diferencia de Lima, la ciudad de Arequipa tiene una escala distinta: los acontecimientos en su espacio urbano son siempre visibles, algo que en Lima rara vez ocurre ya que esta no solo es una ciudad más fragmentada sino también mucho más heterogénea. Quizá en el sur del Perú, las tradiciones marcan a las instituciones de una manera tal que la actual modernidad de Arequipa adquiere un temple muy especial. En artes visuales el espíritu de cuestionar a la tradición convive con un aprecio por la misma.

Y así, por ejemplo, la tradición de la acuarela, tan importante para los artistas arequipeños, convive con ciertas ideas vinculadas a la estética de la pintura, sin que por ello, eso obligue a nadie a dejar de aproximarse a manifestaciones en las que la tecnología o el concepto marcan en más de una dirección. Zeballos como buen acuarelista lo sabe. Pero, aún así escoge la fiesta del gesto de color, los fuertes contrastes entre los cálidos y los fríos, y alguna que otra presencia. Quizá podríamos pensar en la pintura abstracta estadounidense posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero prefiero vincular su obra a los grandes lienzos tal y como aparecieron a comienzos de la década de 1980, cuando en el contexto internacional y luego del invierno conceptualista, regresó el primitivismo y la huella infantil. Así, en los hechos, el retorno de la pintura por todo lo alto significó el restablecimiento para un mercado del arte que otra vez lograba articularse a través de sus formas más tradicionales. Pero pensar en este episodio, en este antiguo llamado al orden, no resuelve la pregunta implícita que resulta de la observación de la pintura de Zeballos. Y esto porque Juan Carlos no pertenece propiamente a ese contexto moderno ni a ese otro posmoderno del que estábamos hablando, sino a uno nuevo en el que las distancias se han acortado aún más, permitiendo y asegurando ciertos márgenes de paradójica autonomía en zonas impensables del planeta.

Me atrevería decir que Zeballos es un exiliado y que su exilio puede entenderse como un producto natural de una verdadera toma de partido personal por una práctica de la pintura que, de esta manera, se convierte tanto en una aventura existencial como en parte irremplazable de su vida cotidiana. El hallazgo de su pintura y de su vida misma quizá nos obligue a mirar hacia contextos distintos. Lugares en los que nuevos capítulos de la pintura se agregan y desagregan, ejerciendo una extraña presión sobre nuestra mirada. Y esto porque, inevitablemente, todos ellos son colocados al socaire de los actuales tiempos de dispersión y tecnológica digital, de precariedad y riqueza, en fin, de innumerables afinidades electivas que nos obliga, a veces, a un necesario extravío no necesariamente buscado pero si vivido, por los cuatro costados.


Augusto del Valle C
Noviembre de 2009

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